»Por eso —afirma el Señor— vienen días en que ya no se dirá: “Por la vida del Señor, que hizo salir a los israelitas de la tierra de Egipto”, sino: “Por la vida del Señor, que hizo salir a los descendientes de la familia de Israel, y los hizo llegar del país del norte, y de todos los países adonde los había expulsado”. Y habitarán en su propia tierra».
Jeremías 23:7-8

A lo largo de su historia, el pueblo de Israel había experimentado el poder de Dios y su liberación. Habían sido testigos de poderosas proezas realizadas por la mano de Dios delante de sus caras. Desde el pacto con Abraham y las desventuras de Jacob, Egipto y el libertador Moisés, las plagas, el Mar Rojo, las tablas de la ley, las conquistas, la toma de la tierra, los jueces regidores que libertaban a la nación, Goliat el provocador, David el rey pastor; eran un pueblo de experiencias profundas e intensas y de promesas cumplidas.

Tan fuertes habían sido estas experiencias, que se habían vuelto su identidad.
Por mucho tiempo, el pueblo de Israel había vivido en una temporada de promesa cumplida, y esto les enseñó a vivir del recuerdo. Ahora en el exilio, esclavos en otra tierra, su identidad sería redefinida.

Es normal que en una vida donde hay más pálidas que buenas, las bendiciones que Dios nos da, resaltan mucho más para esa persona que para alguien que no ha vivido pasajes tan oscuros.

Cuando Dios nos ha libertado, sanado, quitado el peso de la culpa, ha hecho milagros de provisión o trabajo; ese momento en que oramos al cielo y hemos oído su respuesta, y tantas otras cosas, no podemos negar que se ha movido en nuestra vida.
Atesoramos esos momentos como nuestra historia con Él. Nos aferramos por el amor que le hemos tenido en esos momentos y son pilares de nuestra relación con Dios.

Así lo hacía Israel, así lo hacemos todos. En momentos de prueba, vamos a las certezas, a las promesas de Dios y vemos que las ha cumplido y eso nos da seguridad.

Y al mismo tiempo, debemos ser conscientes que esos momentos donde el cielo intervino en nuestras vidas y nos han marcado a fuego, no deben ser el único motivo de nuestra seguridad. Porque por más hermosos que sean, están en el pasado.

El pueblo de Israel, que había visto todo el despliegue glorioso de Dios, ahora estaba en cautiverio y lejos, muy lejos de sus mejores días. Solo quedaba el recuerdo de una vida con Dios.

¿Te sentiste alguna vez así, donde los días pasados fueron mejores?

Hay más fe en creer en lo que aún no se ha visto ni recibido, que en una palabra ya cumplida.

Es por esto, que Dios promete: – ya no jurarán por el Dios que los sacó de Egipto, sino por el Dios que los devolverá a su tierra. 

Ya no vivan en las proezas del pasado, entren al tiempo de nuevas promesas. Y Dios lo anuncia utilizando la expresión “haré surgir un vástago”, algo nuevo y poderoso que viene de Dios para dar garantía de este nuevo tiempo.

Tu mayor capital no serán tus experiencias pasadas con Dios, dejarás de ver a Dios solo en tu pasado, y comenzarás a oír gritos, gritos que vienen desde tu futuro, desde una época nueva, que te llaman a conocer al Dios que hace cosas nuevas. 

El Señor transforma la base de tu amistad con él, desde experiencia hacia esperanza.

¿Cuál es esa esperanza? Es una persona, es Jesús. No creemos solamente por lo que ya hemos experimentado con Dios, sino por lo que aún queda por vivir. Aún hay transformación para tu vida, aún falta más entendimiento, vienen en camino más experiencias poderosas, todavía no te ha mostrado su plenitud; y más que todo, Cristo aún no ha regresado (¡y viene pronto!)

Él busca que nuestra fe esté basada en la esperanza, no solo en la experiencia.

Dios promete en Jeremías 23, un pastor, conforme a su corazón, que te restaurará, que te apacentará, que te reconstruirá. Te hará sentir confiado y te llevará de su mano de vuelta al lugar que pertenecés. Ese es Jesús.

Sigue soñando, sigue esperando, renueva tus anhelos, expande tus proyectos. Haz lugar en tu vida y tu corazón, porque todavía falta mucho que ver de Dios.

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