Golpea el punzón empujado por el martillo contra el inerte trozo de metal.
¡Cuánto exaspera el metal! ¡Da bronca no poder ser uno así de insensible, inamovible!
Pareciera que nada le conmueve y se amolda, aunque sin perder la dignidad.
O tal vez, le movilice ese golpe algo por dentro, ese empuje repentino y violento contra su superficie. A lo mejor, algo de lo que se hunde en su superficie hacia adentro, termina empujando lo interno, lo que no se ve, apretando algún órgano metálico que esté oculto por allí y hasta tenga un desenlace emocional. Aunque todo indicaría que el pedazo ese no siente nada.
Pero, ¿y si sintiera? ¿Y si llorara? ¿Por dónde se quejaría?
Yo me quejo, mucho, por todos lados; en realidad por los lados que me gusta que me vean quejarme y escondo la queja que busca salir por los canales más banales. Pero él no, él va tomando la forma que se permite a sí mismo mientras el artesano le va imprimiendo, golpe tras golpe, al ritmo del progreso.
Al final, parece que el que empuña triunfará, y habrá de modelar en el orgulloso y altivo trozo de materia seca, la obra que en su corazón vive. Y el metal, quedará conforme, porque aunque antes no sentía, ahora siente, siente que otros sienten algo cuando lo ven. Sabe que otros lo aprecian. Sus bordes, sus esquinas, sus biseles. Todo es admirable. Los infames pedazos de metal salvaje lo miran admirados desde el rincón, en el estante de materiales. El artesano aprecia orgulloso el resultado. El metal le sonríe de vuelta, enmascarado de obra de arte. Veo que no se ha inmutado, ni ofendido, que no ha devuelto las aparentes ofensas en forma de golpes ni limadas, ni ha reaccionado resistente a su reforma, porque entendía que el modelado es inherente a la existencia, la transformación, aunque incómoda, es necesaria para la evolución y que un sueño en el corazón diestro, vence los más fríos y duros límites de metal.